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| El pecado de la carne | -

Blas López-Angulo Ruiz, escritor y articulista, habla de los nuevos "censores de la carne", aquellos que quieren imponer desde su renovado fanatismo una suerte de Cuaresma "ecológica".

Comer cerdo asado es todo un ritual en Cuba, una de las tradiciones culinarias más antiguas.
Comer cerdo asado es todo un ritual en Cuba, una de las tradiciones culinarias más antiguas. Foto: Onlinetours.es

De vez en cuando, con la edad, se sufren ataques de nostalgia y se vuelve a los primeros lugares de la ciudad que sirvieron de acogida. En mi caso, el madrileño barrio de Lavapiés.

En la calle de San Carlos, en la cima de la cuesta, recordaba mis visitas al veterinario, simpático y de barrio donde los haya, y justo al lado Bodegas Lo Máximo, de Piluca Aranguren, por entonces pareja de Tonino Carotone. El bareto es muy de los seventies, lo que añade ese retrogusto sensorial a las edades del alma.

Casualmente, acababa de presentarse allí mismo un libro de cuyo título no puedo acordarme, perteneciente a una nueva suerte de episodios nacionales. Su autor novelaba la turbia transición en un thriller en torno a la cancha del Estudiantes, Magariños y el colegio Ramiro de Maeztu, donde la extrema derecha actuaba criminalmente.

Quedamos ya poca gente y, después de saborear un vermú madrileño -Zecchini, con nombre extranjero, como otras cosas tan castizas de la villa-, decidí comer. Además del plato del día -¿era pastel de ternera?-, no tenía mala fama su chile de carne, como así me quedó luego demostrado.

A Carotone y Piluca tuve ocasión de conocerlos en el Principal de Burgos y seguirlos en más ocasiones; respecto al autor, algo había leído antes de él. En ese contexto culinario y comensal, la pareja del novelista/periodista irrumpió con su feroz censura hacia la carne. También censuró el propio debate por entender que no iba a rebajarse a participar en una frívola charla tabernaria.

Así que los tabernarios -poco académicos a sus luces-, sin ánimo de polemizar, recordamos episodios donde la carne representaba, más allá del bien y del mal, un aspecto festivo de primer orden.

En concreto, Piluca Aranguren recordó en una visita a Cuba un jolgorio popular presidido por la matanza de un gorrino, así llamado en la isla el porcus latino. Se trataba de gente humilde, vecina de una población rural alejada de una nutrición satisfactoria, que gozaba de un acontecimiento inusual donde la alegría corría a raudales mientras la carne y el ron no desaparecieran.

La pareja de la censora igualmente aludió a otra anécdota que tuvo que ver con la revolución zapatista en las montañas de Chiapas. A los compañeros del subcomandante Marcos un periodista estadounidense les inquirió si entre las novedades de su levantamiento insurgente y altermundista estaba también la ecológica (vegetariana). La respuesta fue clara:

- Oiga, si bajamos al valle es para poder comer carne…

Por mi parte, cómo no recordar la infancia en esos seventies, cuando solo los domingos se comía paella y pollo de segundo. Y con ello entraríamos en ese debate académico en sede tabernaria al que nuestra enérgica censora no dio licencia.

Lo mismo aprendíamos en el colegio que la olla podrida castellana en realidad era poderosa porque contenía abundantes grasas animales y nada tenía que ver con la que las mocedades del Lazarillo de Tormes o el Buscón de Quevedo, don Pablos, conocieron.

Sirva de corolario, hoy doña Cuaresma se viste de verde, pero es tan fanática y puritana como nuestras viejas religiones monoteístas que en torno a la carne y al sexo -carne también elevada a metáfora- solo veían o siguen viendo enfermedades y prohibiciones: pecado, pecados mortales. Es decir, o morías o te mereces el infierno. Ella está fuera de todo eclecticismo que te permita de vez en cuando disfrutar en buena compañía de un chile de carne o un buen revolcón si se encarta, ¡vamos!

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